El 15 de septiembre es una fecha que ningún costarricense vive con indiferencia. En este día, cada año, todo el país se detiene para celebrar el aniversario de su independencia de España, ocurrida en 1821, y lo hace con una participación colectiva que transforma ciudades, pueblos e incluso escuelas en escenarios de fiesta. No se trata solamente de recordar un acontecimiento histórico, sino de renovar un sentimiento de identidad nacional y de reafirmar valores que, desde hace casi dos siglos, constituyen los cimientos de la nación: la paz, la democracia, la libertad, la cohesión social y la importancia de la educación. Por eso los costarricenses hablan de su fiesta nacional con un entusiasmo y un orgullo que sorprenden y conmueven a quienes la presencian por primera vez.
La historia de la independencia de Costa Rica es particular y en cierto sentido única. A diferencia de lo ocurrido en muchos países de América Latina, donde la independencia se logró después de largas guerras y revoluciones sangrientas, en el caso de Centroamérica –y en particular en Costa Rica– el proceso fue pacífico. El 15 de septiembre de 1821, en Ciudad de Guatemala, los representantes de las provincias centroamericanas firmaron el Acta de Independencia de España. La noticia viajó lentamente hasta llegar a Cartago, entonces capital de Costa Rica. El documento llegó el 13 de octubre y fue recibido sin derramamiento de sangre, con una actitud de consenso y pragmatismo. Lo que podría haber sido una transición violenta se transformó en una decisión compartida que abrió el camino a un proceso pacífico y a la construcción progresiva de la identidad nacional. No es casual que los costarricenses recuerden que su libertad nació sin guerras, como fruto de un proceso civil y acordado. Este rasgo distintivo sigue siendo percibido como parte esencial del espíritu del país y explica, al menos en parte, por qué la fiesta del 15 de septiembre se vive con tanta pasión.
Las celebraciones comienzan ya en la víspera, el 14 de septiembre, cuando en las comunidades se enciende la llamada “antorcha de la libertad”. Cada año, la antorcha parte de Guatemala y recorre, de mano en mano, los países del istmo centroamericano hasta llegar a Costa Rica. Estudiantes, atletas y miembros de las comunidades se turnan para llevarla a lo largo de las principales carreteras, en un gran evento que involucra a miles de personas. La antorcha simboliza la difusión de la noticia de la independencia y, al mismo tiempo, la transmisión de los valores cívicos de una generación a otra. La llegada de la antorcha a las ciudades costarricenses es un momento cargado de emoción: escuelas, familias y autoridades se reúnen para recibirla, a menudo con ceremonias solemnes, himnos y actos culturales.
También el 14 de septiembre, a las seis de la tarde en punto, en todas las escuelas y plazas públicas se entona el himno nacional. El horario se establece con precisión para crear un momento de unidad nacional: en todas partes, simultáneamente, los costarricenses cantan las mismas palabras y la misma melodía, transformando al país entero en un coro colectivo. Es difícil encontrar un símbolo más poderoso para expresar el sentido de pertenencia a una misma comunidad. Inmediatamente después tiene lugar el desfile de los “faroles”, linternas confeccionadas artesanalmente por los estudiantes. Algunos están decorados con los colores de la bandera, otros representan escenas de la historia nacional o motivos patrióticos. Por la noche, iluminados por una vela o una pequeña bombilla, los faroles son llevados en procesión por las calles, creando una atmósfera sugestiva que une el sentido de la tradición con la magia de la infancia.
Al día siguiente, el 15 de septiembre, las celebraciones alcanzan su punto máximo. En cada ciudad y pueblo se organizan desfiles con las bandas musicales de las escuelas, bailes folclóricos y presentaciones artísticas. Los estudiantes, protagonistas absolutos de esta jornada, desfilan vestidos con trajes típicos o uniformes decorados con los colores de la bandera nacional: azul, blanco y rojo. Las calles se llenan de música, de pasos cadenciosos, de banderas ondeando al ritmo de los tambores. Es una fiesta que no deja espacio al silencio: la energía y el entusiasmo de los jóvenes contagian al público, que participa con aplausos, cantos y una alegría colectiva que envuelve a todos. En las principales ciudades, como San José, Heredia, Cartago y Alajuela, los desfiles alcanzan dimensiones espectaculares y reúnen a miles de personas, pero incluso en las comunidades más pequeñas la atmósfera es la misma: nadie quiere faltar a una cita que representa el corazón de la identidad nacional.
Lo que más llama la atención al observar estas celebraciones es el papel central que se otorga a las nuevas generaciones. La independencia, para los costarricenses, no es solo un recuerdo que se guarda en los libros de historia, sino un valor que debe transmitirse a los niños y jóvenes. Por eso la escuela ocupa un lugar tan importante en las festividades: porque educar significa también enseñar el sentido de la ciudadanía, el amor a la patria y la responsabilidad hacia el futuro. Cada desfile, cada farol, cada nota musical interpretada por los estudiantes se convierte en un eslabón de un proceso educativo que une historia, cultura y vida cívica.
El 15 de septiembre, sin embargo, no es importante solo por las manifestaciones externas. Es también un momento de reflexión colectiva sobre los valores que caracterizan a Costa Rica. A lo largo de su historia, este país ha tomado decisiones valientes que lo han distinguido de otros Estados de la región. Una de ellas es la abolición del ejército, ocurrida en 1949 tras la guerra civil. Desde entonces, los recursos que en otros lugares se destinan a las fuerzas armadas han sido invertidos en educación y salud, contribuyendo a convertir a Costa Rica en una de las naciones más estables y desarrolladas de América Latina. En cierto modo, la celebración de la independencia y la memoria de aquel acto pacífico de 1821 están estrechamente vinculadas a la decisión de vivir sin ejército, reafirmando la vocación pacifista de un pueblo que ha hecho de la democracia y de la cultura instrumentos de defensa más fuertes que las armas.
Por eso, durante las celebraciones del 15 de septiembre, no solo se respira un ambiente festivo, sino también de orgullo cívico y de conciencia. La independencia no se percibe como un episodio lejano, relegado al pasado, sino como una conquista viva y actual que sigue influyendo en la sociedad contemporánea. Los discursos de las autoridades y de los maestros subrayan cada año la importancia de defender la democracia, de participar en la vida civil y de mantener viva la memoria de los orígenes. Es un día en el que cada costarricense se siente parte de un proyecto común, de una nación que ha sabido construir su historia con coherencia y con decisiones valientes.
En definitiva, el 15 de septiembre no es solo una conmemoración histórica. Es un rito colectivo, un momento en el que Costa Rica se mira en el espejo y reconoce en sí misma los valores que la han hecho única en la región: la paz, la educación, la solidaridad y el amor por la libertad. Por eso los costarricenses creen tan profundamente en esta celebración: porque la fiesta nacional no pertenece únicamente al pasado, sino que forma parte de su vida cotidiana, un punto de referencia que recuerda quiénes son, de dónde vienen y qué principios quieren transmitir a las generaciones futuras. Quien tiene la fortuna de encontrarse en Costa Rica el 15 de septiembre, respirando la alegría de los desfiles, el fervor de los cantos y la luz de los faroles, comprende de inmediato que esta celebración no es una simple fecha en el calendario, sino el corazón palpitante de todo un pueblo.